Luis Campalans1

Masculinidad y feminidad puras siguen siendo construcciones teóricas de contenido incierto.
S. Freud, 1925

Sólo cuando nos volvemos con el pensar hacia lo ya pensado, estamos al servicio de lo por pensar.
M. Heidegger, 1957

¿Neosexualidades?

Es un hecho cultural, social y político incontrovertible de nuestra época el surgimiento y despliegue de nuevas formas o manifestaciones de la sexualidad que promueven nuevas conductas y patrones en las relaciones sociales, sexuales y familiares, cambios que, surgidos hace décadas en el “primer mundo”, se difunden universalmente con gran rapidez. Lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, travestis, etc., constituyen supuestas nuevas categorías sexuales o neosexualidades, cuyo catálogo está abierto. A ello deben sumarse las llamadas neoparentalidades,mono y homoparentalidades, etc. También se puede incluir un cruce con las nuevas formas de gestación y, asimismo, con las cirugías y terapias hormonales ligadas al cambio de sexo.

Si, en sentido estricto, no todo aquí es nuevo (la homosexualidad, por caso, es tan vieja como el mundo), lo novedoso sería la constitución, de la mano de las redes sociales, de movimientos y organizaciones (feministas, queer, transgénero, etc.), cuyas demandas sociales y políticas se legitiman en discursos que tienen sus autores teóricos diversos y que sería un error considerar homogéneos o que forman un conjunto, por demás heterodoxo. Por caso, no es lo mismo la lucha feminista de hace más de un siglo por la igualdad de los derechos e intereses sociales y políticos de las mujeres que el feminismo radical, que considera el lesbianismo como única salida frente a la dictadura del patriarcado o la promoción militante de la identidad agénero o neutro, cuyo paradigma es el borramiento de toda diferencia sexual.

Podría decirse que un denominador común en esta diversidad es la apelación o promoción de la libertad y del libre albedrío respecto de una elección voluntaria en materia de sexualidad, considerada un derecho legal y que, en varios casos, se extiende también a los niños.

Esta es una posición que interesa particularmente al psicoanálisis puesto que implica el desconocimiento y el rechazo de cualquier determinismo relativo, no ya solamente el de la anatomía, sino el del significante y el de esa sujeción del sujeto a él, que llamamos inconsciente y que involucra radicalmente el cuerpo en tanto que erógeno y en tanto que objeto del deseo del Otro.

En su extremo supondría la desmentida, la anulación de la brecha estructural entre el lenguaje y el cuerpo, por la cual el sujeto como hecho de lenguaje y más allá de su efecto sobre el cuerpo sexuado queda involucrado por un real, un resto o residuo inaccesible que escapa a lo simbolizable. Digámoslo así: hay un cuerpo, familiar y extraño a la vez, que está más allá del sujeto y de la voluntad.

Pensamos que esa posición “libertaria”, por así decir, supone y reivindica un sujeto pleno que puede desprender, separar el lenguaje del cuerpo y, a partir de eso, controlarlo y dominarlo, decidir sobre el sexo y, en última instancia, sobre la vida y la muerte.

Como señala Colette Soler (13 de abril de 2018), hay sujetos que rechazan una atribución sexual hecha a priori, sujetos que no quieren inscribirse bajo el significante prescripto por la anatomía y entonces recusan la preatribución sexual. Lo verdaderamente novedoso, sin embargo, es que ello constituya un acto social y político que implica una argumentación y un discurso que no puede eludirse porque está instalado, y por eso la sociedad lo va asimilando hasta aceptar cambiar las leyes.

Esta recusación de la diferencia significante incluye la gramática más elemental y los pronombres masculino y femenino con el propósito de borrar en el uso de la lengua los índices de la diferencia sexual bajo el ideal de un “lenguaje inclusivo” (el todes y el nosotres, por ejemplo). Que la gramática termine alcanzada y se propongan neologismos no deja de ser una, tal vez grotesca, intuición de dónde reside la función de la diferencia.

Por cierto que lesbiana o transexual no constituyen menos una preatribución sexual a partir de una nominación que hombre o mujer. Por otro lado, ¿qué significa transexual? ¿Se trataría de una posición subjetiva donde se es “hombre y mujer”, o bien, variante negativa, se es “ni hombre ni mujer”, es decir, un sujeto que supuestamente “resolvió” la diferencia sexual, que está por fuera o más allá de ella?

Si nominar (significante) es lo creativo del lenguaje, cuando lo nominado (significación) hace signo, se fija en una identidad elevada a insignia del ideal, genera la ilusión de conjunto y el fenómeno de masa. Por ende, no promoverá menos prejuicio y discriminación que aquellos de los que intenta diferenciarse.

Tomaremos cierta distancia de la idea de género sobre todo cuando alude o implica una “identidad” manifiesta, imaginaria, cada vez más “optativa”, resumible como “lo que siento o creo que soy” o bien “lo que quiero ser” en cuanto al sexo.

La idea de género remite a la noción de un conjunto que tiene elementos comunes y constituye una unidad o totalidad homogénea (los hombres, las mujeres, los gays, etc.). La idea de identidad como “lo mismo” propone una coagulación o consistencia imaginaria del ser: “ser mujer”, “ser bisexual”, etc.

Para el psicoanálisis, el sujeto ‒el que interviene en su clínica, en tanto que uno (o único) ‒ resulta más bien la excepción al conjunto, queda “por fuera” de él. En cuanto al ser como identidad, nuestra praxis tiene más que ver con una “falta en ser”, con aquello que lo descomplementa, por así decir. Al respecto, Safouan dice que “el ser está colgado de ese rasgo de la diferencia”, lo que da cuenta de su fragilidad, de su inconsistencia, que es también la del sexo en tanto que humano.

Si bien el término género procede de la biología, de la clasificación en especies y géneros, más modernamente viene a discriminarse de lo biológico o natural. Para tomar una referencia, la Organización Mundial de la Salud, en consonancia con los discursos de género, distingue actualmente sexo de género, tomando la diferencia propuesta por Robert Stoller en los 90.

Las diferencias de sexo serían las biológicas o naturales propias de la especie, mientras que el género se definiría como cultural o social, es decir, históricamente determinado y políticamente construido. Esta disyunción entre sexo y género a menudo es presentada como una oposición, en particular en algunas posiciones del feminismo y los movimientos LGTB, mientras que en el discurso transgénero esa oposición o conflicto entre sexo y género se convierte en ruptura absoluta.

En suma, el dispar movimiento de los discursos de género, que es también un movimiento del pensamiento, a partir de cuestionar lo masculino y lo femenino cuestiona y conmueve los límites conocidos hasta ahora entre lo natural y lo artificial, lo público y lo privado, lo normal y lo patológico.

Tampoco cabe duda de que entre los cuestionados está también el psicoanálisis, no solo como discurso, es decir, en un sentido doctrinal, en sus fundamentos, sino en la clínica analítica misma a partir, por caso, de las nuevas formas o presentaciones que asume la demanda, y que implican un desafío a esa función que llamamos deseo del analista.

Desde ese punto de vista, pensamos esas neosexualidades como nuevas y creativas presentaciones, no solo de viejas preguntas o búsquedas, sino de enigmas que son de estructura: la sexuación, la “relación sexual”, cuyo carácter de aporía, de resolución imposible, los hace atemporales y siempre más o menos sintomáticos. ¿No podría decirse que la neurosis y, en particular, la histeria con su plasticidad se plantean, con sus síntomas, las mismas preguntas, los mismos enigmas que el transexualismo, por caso, cree resolver con las cirugías y hormonas ofertadas por la ciencia moderna?

Con respecto al posicionamiento adoptado y a adoptar por el psicoanálisis, se pueden distinguir tres niveles:

1) El individual de cada analista como persona, de acuerdo con sus valores y prejuicios, sus eventuales militancias y, desde luego, su sexualidad y su neurosis. Será tarea de cada quien ‒o debería serlo‒ tratar de estar lo más atento posible a cómo eso se le inmiscuye en su clínica.

2) El institucional, donde los analistas, nucleados en instituciones que forman parte de los agentes y actores de la cultura de una ciudad o un país, promueven y participan de debates públicos, emiten opiniones y declaraciones sobre las temáticas de sexo y género (a veces presentándose como “especialistas” en la materia). En otros casos, como en la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA, por sus siglas en inglés) existe el Comité de Mujeres y Psicoanálisis (COWAP, por sus siglas en inglés), que sería su propio departamento feminista.

3) El doctrinal, es decir, el nivel del psicoanálisis como discurso sostenido en sus conceptos fundamentales y en una praxis que le es propia.

A este nivel, es indudable que los discursos de género vienen a dar testimonio, en el orden de la realidad, de que la sexualidad humana no es natural, que la diferencia sexual escapa a la biología y está social y culturalmente determinada o construida, que el deseo está desarraigado de lo instintivo y que es la ley humana la que hace lo “natural” o lo “normal”, así como lo legal.

Pues bien ¿no es esto acaso lo que el psicoanálisis ha mostrado desde siempre? ¿No estamos frente a la evidencia de un fundamento central de su doctrina? Y ello a pesar de los prejuicios de Freud, primero, y luego, de la resistencia de los analistas.

Está claro que, frente al actual cuestionamiento de la sexualidad, el psicoanálisis no puede responder en el orden de la moral y los prejuicios desde un saber establecido y sancionarlo como “patologías” o “trastornos”. Es decir, usar el supuesto saber para ejercer la represión, o sea, el no querer saber.

Una posición que dejaría a los analistas como una suerte de custodios y garantes en materia de sexualidad, que hace del saber el ejercicio de un poder, aquel que establecería lo que es normal y aceptable socialmente en términos de conducta sexual.

Por lo mismo, la posición del psicoanálisis como disciplina tampoco sería la de proponer o bendecir desde ese saber una extensión más inclusiva en la norma (lo cual define lo “normal”), uno de los reclamos de las organizaciones que luchan contra la discriminación, en particular, cuando vemos surgir entre los analistas la tentación de ponerse a la moda, de subirse a la ola de lo contemporáneo, la actualidad y lo nuevo, por motivos políticamente correctos, incluso cuando se pretende desconocer o banalizar al individuo “afectado de inconsciente” en aras de un “libre albedrío” que lo forcluye.

Hacia una lógica de la diferencia

Nos proponemos interrogar y desplegar el concepto de diferencia en el sentido que este adquiere para el psicoanálisis; noción central de diferencia que no es la simple distinción y que si, en un sentido lógico, se opone a igualdad, debe ser rápidamente distinguida de desigualdad, en particular de derechos y oportunidades que, la historia enseña, se conquistan a través de diferentes formas de presión y de lucha, durante décadas. No estamos aquí en ese plano.

Diferencia, entonces, como una proposición o premisa fundante, como el intervalo irreductible, radical, entre lo uno y lo otro, en términos de una lógica del significante, que es la dimensión donde se constituye el sujeto deseante como su efecto, que es distinto del individuo empírico y del Yo que le provee la vivencia del “sí mismo”.

En este sentido, diferencia debe oponerse a complementariedad y a simetría, es decir, a la copertenencia mutua, al “ser-Uno con el Todo” de Freud en El malestar en la cultura (1930 [1929]/1985b), a la “relación sexual” en el sentido de Lacan. Justamente, diferencia quiere decir que no hay Todo o bien que no hay Todo que no sea imaginario. Es también la imposibilidad de hacer lo Uno como totalidad, al estar impedida por “lo otro” como heteros (diferente y desconocido), como alteridad radical establecida entre un uno y el otro uno.

Es decir, se trata de la diferencia como pura función, tomada en su literalidad y, por ende, desprendida de toda propiedad sensible, cualitativa o cuantitativa, como previa a cualquier atributo, predicado o esencia que le daría apariencia y consistencia, por lo que habrá que vaciar el concepto de diferencia de todas sus implicancias subjetivas (de sexo, raza o religión) y valorativas (lo bueno y lo malo); por ejemplo: siempre que opere la diferencia sosteniendo una alteridad irreductible, a los dos sexos se les puede simplemente llamar “el uno” y “el otro”, sin poder ser nunca “lo mismo”.

Por ende, no se tratará de una sexualidad como ya constituida o dada de entrada, sino de una sexuación, noción que emplea Lacan, como el efecto subjetivo de la operación de una diferencia que es constituyente y que producirá posiciones que hacen o determinan el deseo y el goce.

Nuestro punto de partida será entonces que la sexualidad humana, más allá de la biología, se constituye en la dimensión del lenguaje, y por ello se tratará de dar cuenta de cómo la lógica del significante, que es una lógica de la diferencia tomada en su rigor literal, será la del inconsciente en tanto que este “se estructura como un lenguaje”. Ello marcará de modo decisivo la sexuación humana, entendida como la captura del cuerpo del ser hablante por ese inconsciente. A la vez, no hay inconsciente, sino sexual, por cuanto en él se inscribe la pulsión.

El significante, por definición, no es más que relación de diferencia, puesto que en el intento de ser igual a sí mismo, no puede más que inscribirse como diferente, es decir que, a ese nivel, no hay igualdad posible. Por ende inscribirá como par de opuestos, como mera oposición significante que supone la pérdida de toda relación con la cosa significada como referente. Sin la dimensión del significante, no hay norte y sur, derecha e izquierda, o poco y mucho, donde cada elemento se define como opuesto al otro y solo eso. Ya veremos hasta dónde los sexos quedan incluidos en esta lógica, en la que hombre y mujer no son términos que remitan a un real biológico, sino meramente un par significante.

La excepción, que confirma la regla, también por definición, sería el falo como único significante que podría significarse a sí mismo; por ello, es un significante enigmático desde el punto de vista de la significación.

Es clave recordar la consustancialidad que para Lacan tienen las definiciones del significante y del sujeto, en tanto aquel se define como “lo que representa a un sujeto” no para otro sujeto, sino “para otro significante”. Es decir, hacen falta dos significantes y su diferencia para que haya efecto de sujeto, por ende, si no hay diferencia, no hay sujeto, o sea, es un sujeto de la diferencia.

Se aclara que la noción de diferencia aquí expuesta no es binaria, como lo sería, por caso, la relación de correspondencia entre representación y cosa representada, sino que tiene tres elementos que pueden escribirse: un significante S1, el sujeto (tachado) y el otro significante (o la cadena) S2, donde el intervalo, la hiancia entre ellos, queda como tercero irreductible (luego surgirá el objeto a como resto y cuarto término).

También se puede apelar al principio de identidad aristotélico, que rige la lógica clásica, formalizable como A = A, pero para subvertirlo tal como hace Heidegger (27 de junio de 1957/s. f.), quien demuestra que no se trata de identidad (compatible con la diferencia), sino de igualdad, puesto que para ello se requieren dos elementos, mientras que la identidad es unidad consigo mismo, es decir, le basta un elemento.

La fórmula A = A habla en verdad de igualdad, encubre lo que verdaderamente dice: que cada A es él mismo, consigo mismo, o sea, único, y por ello Heidegger propone para la identidad la fórmula enmendada “A es A”, que es una formalización paradojal, pues pese a ser “la misma” A, cada A es irreductible a la otra A.

Es decir que la igualdad, en virtud de la diferencia, quedará en lo real como imposible, o bien lo imaginario de la igualdad encubre la diferencia que da fundamento a que dos no hagan uno. Se trata de una diferencia que, lejos de presuponer una unidad como su correlato, da cuenta de su imposibilidad, formalizando la existencia de esa “falla central”, de ese “desarreglo esencial” de la sexualidad que Freud enunció en 1930.

Pero la cuestión no termina ahí. La diferencia no es solo el mero intervalo entre A y A, es asimismo la que hace que exista una relación entre ellas, o sea, la diferencia es ese “entre dos” que permite una relación a partir de esa diferencia. De modo que ella es, a la vez, la que impide y también la que hace la relación ‒o, mejor dicho, la no-relación‒, de modo que la diferencia que nos interesa no supone la unidad, pero tampoco la exclusión mutua. En otros términos, su función participa de una dualidad similar, de una conjunción-disyunción equivalente a la del losange de la fórmula del fantasma.

Esa “relación” (que no hay) a la que se refiere Lacan también podría escribirse, por ejemplo: 1 + 1 = 1, donde dos términos entran en una relación tal que producen un término único, un Uno totalizante, que es esencialmente un todo. También podría escribirse el uno distintivo, el que se cuenta: 1 + 1 + 1… hasta el infinito, donde el signo + no denota una suma, sino la diferencia. Sería el uno del “rasgo unario” o único de Freud, pues siendo el mismo uno, es a la vez siempre distinto.

Desde la óptica del género, en tanto que existentes, no se podría afirmar que hay solo dos sexos, podría haber hasta cinco o seis (y contando), pero, en términos simbólicos, desde el punto de vista de la diferencia (o de la igualdad que no hay), se trata siempre de dos términos y su relación; no hacen falta más o, mejor dicho, con ellos alcanza para hacer la falta, la castración, como diferencia. Se los puede designar como H y M, y también como L, G, T y B, incluyendo todas las combinaciones de dos términos posibles entre esas letras, como puras letras que escribirían el “no hay relación sexual”, que es lo que les toca vivir o padecer a los existentes.

Vemos también que el salto del significante a las letras, a las que se recurre como el soporte material que lo capta, demuestra su valor, puesto que solo la letra puede ser idéntica a sí misma, propiedad que le está excluida al significante que es, por definición, la diferencia en tanto tal. Esto permite realizar escrituras que pueden ser transmisibles, como las fórmulas y los matemas.

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Notas

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1 Asociación Psicoanalítica Argentina

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